Por cada célula que hay en nuestro
cuerpo, tenemos 100 microbios de distintas clases que proliferan en la boca,
los oídos, la piel, los órganos genitales y, sobre todo, en los intestinos. En
un adulto, la cantidad de microbios se aproxima a los 100 billones.
Aunque pueda sonar repulsivo, en realidad la mayor parte de estos microbios son
inofensivos y aparentemente pasivos. Algunos nos resultan útiles y solamente
una minoría son peligrosos: los microbios patógenos, es decir, los que causan
enfermedades.
Cuando digo que la mayoría de estos microbios parecen pasivos, no es del todo
exacto: en realidad, tienen la virtud (la mayoría) de que ocupan espacio, y con
ello impiden que los microbios patógenos se instalen y se multipliquen. En este
sentido, su presencia constituye un escudo defensivo que resulta imprescindible
en nuestra vida. Por ello, lo peor que podría hacerse sería eliminar con lejía
las bacterias que recubren alguno de nuestros órganos sensibles, como por ejemplo,
los genitales o el intestino. Lejos de obtener una “limpieza total”, lo que
conseguiríamos sería favorecer la aparición de nuevos invasores sin tener la
certeza de que vengan con buenas intenciones. Así es como se producen las
infecciones.
Por eso, resulta lamentable que llevemos más de un siglo dedicando tanto
esfuerzo a matar microbios de forma indiscriminada a base de antisépticos,
fungicidas y antibióticos, que no siempre son indispensables. (Nota: esto no es
una crítica a los antibióticos, sino a su abuso).
Aunque no las veamos, aunque no las conozcamos, la mayoría de estas bacterias
son nuestras amigas. Y tener 100 billones de amigos no es poca cosa.
Entre estos microbios, los más numerosos e importantes para la salud son las
bacterias y levaduras que viven en el intestino en relación simbiótica (es
decir, estableciendo entre ellos una relación de ayuda mutua) y que constituyen
la “microflora intestinal”, o “microbiota”.
Antes de profundizar en la cuestión, debo advertir a mis estimados lectores que
los conceptos que vamos a tratar se encuentran en la vanguardia de los
conocimientos científicos actuales, lo cual me obligará a ser prudente. Se
trata de un ámbito extremadamente complejo y muy prometedor para la medicina
del siglo XXI por las interacciones que tienen lugar entre el organismo y las
cantidades ingentes de bacterias que evolucionan con gran rapidez. Además
ocurre en un entorno que resulta difícil reproducir, pues no es posible
reproducir in vitro (en el laboratorio), lo que sucede en el intestino, y hacer
observaciones in vivo (dentro de una persona viva) resulta muy complicado. Así
pues, el conocimiento en el campo de las bacterias intestinales está avanzando
de manera lenta e incierta.
Breve recordatorio sobre la estructura de los intestinos
Los intestinos son un tubo largo recubierto de una mucosa denominada epitelio
intestinal que, a su vez, se compone de una fina capa de células, los
enterocitos. Su estructura en forma de ribete en cepillo (una especie de
terciopelo en el que cada pelo recibe el nombre de vellosidad intestinal)
aumenta considerablemente la superficie de intercambio. Efectivamente, el
epitelio intestinal es el que permite los intercambios entre el exterior y el
interior de nuestro cuerpo.
Sí, ya sé que resulta curioso pensar que lo que sucede dentro de los intestinos
tiene lugar en el exterior del cuerpo, pero es un hecho: hasta que los
nutrientes no atraviesan la pared intestinal para llegar a la sangre, éstos
permanecen en el exterior del cuerpo; al igual que el aire que entra en los
pulmones se queda en el exterior hasta que penetra en la sangre. La diferencia
entre los intestinos y los pulmones es que, en el caso de estos últimos, lo que
no se absorbe vuelve a salir por el mismo conducto (la boca).
Si se desplegase la superficie extendida de las vellosidades del epitelio
intestinal, podría cubrirse la superficie de una cancha de tenis. Además,
aunque esta mucosa es muy fina, es muy resistente, y prueba de ello es que a lo
largo de una vida se estima que pasarán a través de ella al menos 50 toneladas
de alimentos. Además, apenas tiene irrigación de vasos sanguíneos.
Las bacterias protegen y nutren el epitelio
El secreto de la resistencia e integridad del epitelio intestinal reside en que
está recubierto de microbios que lo protegen y alimentan. Son centenares de
especies de bacterias y levaduras las que constituyen la microbiota.
La microbiota se nutre, entre otras cosas, de fibras, que son elementos que se
encuentran en nuestra alimentación, pero que no podemos ni digerir ni
absorber.
Las fibras se encuentran de forma abundante en todas las frutas y hortalizas.
Resultan indispensables, por una parte, porque regulan el tránsito intestinal
y, por otra, porque son necesarias para el mantenimiento del epitelio intestinal.
A las bacterias y levaduras que recubren la mucosa intestinal les encantan las
fibras. Realmente, las bacterias y levaduras fermentan las fibras para
degradarlas y absorberlas. Este proceso acarrea la producción de ácidos grasos
de cadena corta que, aunque parezca un milagro, son precisamente el alimento
del que se nutren las células del epitelio. Así pues, favorecen su
mantenimiento y, cuando se deteriora, permiten su reparación.
Como podrá observarse, todos salen ganando con la operación: tanto las
bacterias y levaduras como las células de los intestinos. Se habla por tanto de
microbios mutualistas o de simbiosis, a diferencia de los microbios parásitos,
los cuales simplemente se benefician sin dar nada a cambio.
Estos microbios también nos benefician
Y eso no es todo: de los beneficios obtenidos de la colaboración entre la
microbiota y las células intestinales (enterocitos) también hay otros
beneficiados: ¡nosotros!
En efecto, el intestino produce ciertos neurotransmisores, como es el caso del
95% de la serotonina (la hormona de la felicidad), de ciertas enzimas
(peptidasas y lactasa) y de vitaminas (sobre todo B12 y K), así como de
numerosas moléculas mensajeras del sistema inmunitario (ARNm). Estas sustancias
pueden influir en el estrés que padezcamos e incluso determinar nuestro
carácter. Y prueba de ello es que si se le practica un trasplante de microbiota
intestinal de un ratón aventurero a los intestinos de un ratón temeroso, éste
último se vuelve más valiente. La expresión “tener redaños para algo” es, por
tanto, literalmente cierta (“redaño” es lo mismo que “mesenterio”, un repliegue
del peritoneo).
Por otra parte, estas bacterias parecen ser capaces de producir compuestos
químicos que regulan el apetito, la digestión y la sensación de saciedad.
Investigadores de los Países Bajos descubrieron que, al trasplantar la
microbiota de ratones delgados en los intestinos de ratones con síndrome
metabólico (obesidad, diabetes e infecciones vinculadas a la disminución de la
sensibilidad a la insulina), se observaba un aumento pronunciado de la
sensibilidad a la insulina de los ratones enfermos y, por tanto una mejora de
su estado.
Las bacterias intestinales mal alimentadas causan enfermedades
Si las bacterias del intestino no reciben las fibras que necesitan para
regenerarse, producen menos alimento para el cuidado de nuestro epitelio.
Además, nos quedamos sin una parte de las sustancias beneficiosas que producen,
que son aquellas a las que nos acabamos de referir (serotonina, enzimas, vitaminas...).
Si no se alimenta bien el epitelio intestinal, puede sobrevenir un aumento de
la permeabilidad intestinal, en concreto en aquellas personas con intolerancia
al gluten y a las proteínas de la leche de vaca. Las bacterias patógenas,
proteínas e hidratos de carbono que no se hayan digerido adecuadamente pueden
pasar a la sangre y desencadenar reacciones inmunitarias adversas. La
consecuencia de ello es una inflamación crónica que, con el tiempo, puede
provocar la aparición del síndrome metabólico, además de numerosas enfermedades
crónicas vinculadas, como la colopatía funcional, enfermedades
cardiovasculares, diabetes de tipo 2 e incluso cáncer.
Los investigadores han demostrado, además, que el intestino es anormalmente
permeable ante casos como la enfermedad de Crohn, la espondilitis anquilosante,
la artritis reumatoide, la diabetes de tipo 1 y, probablemente, ante la mayoría
de las enfermedades autoinmunes.
El cuidado de la microbiota empieza desde el momento del nacimiento
Mientras estamos dentro del vientre materno, tanto el tubo digestivo como la
piel están esterilizados.
Sin embargo, el bebé que nace por parto natural va recogiendo a su paso las
bacterias de la madre, que no tardarán en colonizar la piel, la boca, las
mucosas y los intestinos. Si nace por cesárea, serán las bacterias del entorno
hospitalario (las de las manos del personal sanitario y las de quienes
transitan por los pasillos del hospital) las que se instalen en esas mismas
zonas. Todas estas cepas bacterianas, lógicamente, presentan riesgos para el
bebé.
Los estudios realizados a bebés han permitido un hallazgo fundamental en
relación con la microbiota. Durante años, los investigadores nutricionistas se
han sorprendido por la presencia, en la leche materna, de ciertos hidratos de
carbono complejos, los oligosacáridos, que los bebés no pueden digerir por
falta de enzimas adaptadas. Resultaría muy sorprendente que la madre naturaleza
que, en general, lo tiene todo previsto, desperdiciase los valiosos recursos
nutritivos de la madre aportándole al bebé alimentos que no puede digerir.
Los investigadores se dieron cuenta de que estos particulares oligosacáridos no
están ahí para alimentar al bebé, sino para alimentar a las bacterias del
género Bifidobacterium (en concreto, el Bifidobactarerium infantis),
especialmente adaptadas a los oligosacáridos presentes en la leche materna.
Cuando todo va bien, estas bifidobacterias proliferan e impiden que huéspedes
menos deseables se instalen y nutren el epitelio intestinal de los niños. Estos
oligosacáridos son, por tanto, prebióticos; es decir, son alimento para la
microbiota.
Dado que los productores de leche materna no han tenido en cuenta durante mucho
tiempo estos hallazgos, no han añadido ni prebióticos ni probióticos a sus
preparados, lo cual perjudica la calidad de la microbiota y la inmunidad de los
niños alimentados con biberón.
Esto, al igual que los partos por cesárea, podría explicar el aumento de los
casos de alergias (eccemas), asma, inmunodeficiencia e incluso enfermedades degenerativas
en los recién nacidos.
La importancia de los “juegos sucios”
Los niños no tardarán en atraer todo tipo de bacterias con comportamientos de
sobra conocidos por todos los padres, como llevarse a la boca todos los objetos
que encuentran (incluidos los desperdicios que hay en los parques públicos), y
hasta la basura doméstica.
Es cierto que este acto reflejo asusta a los padres y, por supuesto, evitarán
que sus hijos se lleven a la boca objetos muy sucios o productos peligrosos. De
todas formas, si la microbiota se va enfrentando gradualmente a bacterias
oportunistas o ligeramente patógenas, desarrollará una madurez inmunitaria que
le permitirá resistir con mayor eficacia futuras agresiones. Este proceso es
similar a la madurez psicológica de un niño que se enfrenta en sus distintas
etapas a las dificultades de la vida.
A partir de los tres años, la microbiota del niño, aunque es muy específica, se
corresponde en parte con la de sus padres e incluso con la de quienes viven
bajo el mismo techo y se sientan a la misma mesa. Aunque aun puede evolucionar,
será difícil que lo haga. Introducir una nueva cepa bacteriana en la microbiota
viene a ser algo así como introducir una nueva especie en una selva que ya ha
alcanzado su pleno desarrollo: en principio, todos los espacios libres están
ocupados y al recién llegado le resulta muy difícil encontrar sitio. En
general, esto sucede únicamente a raíz de una tormenta grave, por ejemplo, si
la microbiota es diezmada por un tratamiento con antibióticos, si resulta
modificada por una enfermedad infecciosa, si el germen recién llegado es
particularmente poderoso o el terreno o la alimentación específica del niño le
son propicios, como es el caso del hongo Candida albicans en los niños que
ingieren mucho azúcar (caramelos).
Como cabría esperar, los habitantes de zonas rurales tradicionales, que están
en contacto con los animales, la tierra y las plantas y que ingieren productos
no transformados y sin esterilizar tienen una microflora intestinal más rica y
más eficaz que la población de los países industrializados que vive en oficinas
y se alimenta de platos precocinados recalentados en el microondas.
Así pues, la consecuencia es que en occidente los intestinos de quienes allí
viven están peor protegidos y, por tanto, son mucho más sensibles a las
infecciones y a las enfermedades autoinmunes. Son, por consiguiente, menos
resistentes a las bacterias patógenas. Por ejemplo, cuando con 19 años hice mi
primer viaje a Pakistán, contraje una infección intestinal prácticamente en el
mismo momento en el que las ruedas de mi avión tocaron la pista del aeropuerto
internacional de Karachi. Sin embargo, hay 170 millones de pakistaníes que
viven en el país y no todos están enfermos; lo que sucede es que sus intestinos
están mucho mejor defendidos que los nuestros por haber adquirido una inmunidad
más eficaz y al haber estado frecuentemente en contacto con bacterias
oportunistas y patógenas mucho más variadas.
Hoy en día los médicos cuentan con la posibilidad de realizar trasplantes de
microbiota. En realidad, se trata de extraer las heces del colon de una persona
(sana) con el fin de introducirlas en el colon de una persona enferma. Se ha
comprobado la eficacia de esta práctica en el tratamiento de personas
infectadas por una bacteria patógena que se ha hecho resistente a los
antibióticos,
la
Clostidrium difficile, causante de una enfermedad infecciosa
que se ha triplicado en diez años en Estados Unidos y que se asocia a 14.000
muertes al año. En Canadá se ha cuadruplicado desde 2003.
Pero, antes de recurrir a medidas extremas, podemos seguir también una serie de
hábitos respecto a nuestro modo de vida para recuperar una microbiota de
calidad que nos proteja eficazmente de los ataques bacterianos, cuide nuestra
inmunidad intestinal y disminuya el riesgo de enfermedades cardiovasculares,
diabetes de tipo 2 y cáncer:
Antes de tomar antibióticos, hay que asegurarse con el médico o el terapeuta
que es indispensable y que no hay otra solución para tratar la enfermedad o el
problema que padezcamos.
No abuse de los productos de limpieza domésticos. Nuestro entorno debe estar
limpio; pero hay que evitar que esté demasiado esterilizado.
Evite los limpiadores antibacterias, sobre todo, las soluciones de limpieza
para las manos que se encuentran hoy en día por todas partes (a menos, claro
está, que por su profesión
se
vea obligados a ello o exista riesgo de epidemia).
Deje que los niños jueguen al aire libre y acaricien a los animales. Haga
jardinería. Retome el contacto físico con la naturaleza.
Consuma alimentos prebióticos, ricos en fibras, para nutrir la microbiota:
leguminosas (alubias, garbanzos, lentejas, etc.), cereales integrales (arroz,
espelta, avena, etc.), cebollas, puerros y otras hortalizas, aguacates,
plátanos, peras y otras frutas de temporada.
Consuma alimentos que contengan bacterias probióticas: yogur, chucrut,
pepinillos, aceitunas fermentadas…
Disminuya el consumo de comida rápida, ya que son alimentos que, además, se
digieren mal. Muchos alimentos modernos, ricos en grasas saturadas y almidón,
apenas contienen fibras y no ofrecen por tanto nada interesante para que
fermente en el intestino grueso, por lo que nuestras amigas las bacterias se
debilitarán.
No abuse de los medicamentos antiinflamatorios no esteroideos (ibuprofeno,
aspirina, etc.), ya que aumentan la permeabilidad.
¿Problemas digestivos recurrentes? Regenere la microbiota cuanto antes
En caso de que tenga problemas digestivos desde hace tiempo (estreñimiento,
diarrea, alternancia de ambos, hinchazón abdominal, gases fétidos…), es el
momento de preocuparse de regenerar la microbiota mediante un tratamiento
específico. Porque no hay que olvidar que es la salud de los intestinos la que
determina, al fin y al cabo, la salud de todo el cuerpo, incluido el estado de
ánimo.
Pero eso no se improvisa. Sin embargo, las investigaciones de estos últimos 30
años han permitido definir cuáles son las bacterias y sus factores de
crecimiento indispensables para llevar a cabo esta sagrada tarea de protección.
En primer lugar, es imprescindible aportar un surtido de bacterias lácticas que
restaure la microflora de protección intestinal. Estas especies bacterianas,
compatibles entre sí y con capacidad de desarrollarse in vivo, pertenecen
principalmente a los géneros Lactobacillus y Bifidobacterium.
Estas bacterias, por beneficiosas que sean, se encontrarán desamparadas en su
nuevo territorio y no podrán desarrollarse de forma armoniosa en él, a no ser
que lleguen acompañadas de sus factores de crecimiento metabólico. Por tanto,
es preciso prever su alimentación (con los prebióticos) a fin de que les
proporcione los ingredientes necesarios para su crecimiento en el medio
intestinal: oligosacáridos, colágeno, aminoácidos, lactoferrina y los
cofactores vitamínicos (del grupo B) y minerales (magnesio, manganeso…).
Aportar bacterias protectoras y favorecer su desarrollo son las dos primeras
etapas que determinan la regeneración de la microbiota; pero también es preciso
regenerar el epitelio intestinal, que debe formar de nuevo una barrera
infranqueable e impermeable frente a los diversos agentes dañinos o patógenos.
Para ello es necesario aportar agentes reparadores como la glutamina,
fosfolípidos, colágeno, vitaminas del grupo B, C, E y carotenoides.
El medio intestinal constituye la primera línea de defensas naturales del
organismo. Por ello, conviene estimular la inmunidad gracias a una selección de
nutrientes: las bacterias amigas o las inmunoglobulinas de calostro contribuyen
a la resistencia natural del intestino frente a las agresiones del entorno. De
igual manera, los oligoelementos (cobre, selenio, zinc), las vitaminas A, B6,
B9, B12 y C participan en la actividad normal del sistema inmunitario.
Por último, conviene estimular el metabolismo general mediante nutrientes en sus
formas adaptadas: oligoelementos, vitaminas, coenzima Q10 y aminoácidos
azufrados. Realmente, si el organismo está falto de vitalidad y de minerales y
ha pasado meses o años con digestiones difíciles, no permitirá que se realice
una buena labor de regeneración del aparato digestivo.
Estos prebióticos, probióticos y nutrientes específicos pueden encontrarse en
establecimientos ecológicos serios
No hay que olvidar que «la muerte comienza en los intestinos» y que una mala
digestión acaba, a largo plazo, destruyendo el organismo y allanando el terreno
a enfermedades aun peores.
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